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domingo, 12 de febrero de 2012

Kristeva, femineidad


VIERNES, 18 DE NOVIEMBRE DE 2011
DEBATES

LA TRAVESIA AMOROSA

Julia Kristeva se define como escritora. Así se presenta aunque sus credenciales la nombren como lingüista, psicoanalista, feminista. No reniega de su formación ni de su posición política, sino que ha encontrado en la experiencia narrativa una clínica y en la lengua materna, ya no sólo como relato de origen sino como transmisión de afecto y de confianza, una ética. En su primera visita a Buenos Aires, habló con Las 12 sobre la travesía amorosa de la maternidad, a la que le falta, dice, una “filosofía laica”. Pero esta recuperación de la maternidad sólo puede darse una vez que las mujeres tengan la potestad sobre su cuerpo y por eso, antes de entrar en tema, es enfática: “Lo primero es ser solidaria con quienes reclaman el derecho al aborto”.
 Por Veronica Gago
De tanto fascinarle la China, algo en sus ojos parecen haber tomado su forma. De la visita que realizó a aquel país en 1974, como miembro del mítico grupo literario parisiense Tel Quel (que reunía varias estrellas teóricas del momento), la lingüista y psicoanalista Julia Kristeva ha escrito mucho y, aún hoy, la resistencia de las mujeres chinas despierta su admiración. Dos de ellas fueron distinguidas con el premio Simone de Beauvoir para la libertad de las mujeres que Kristeva, como feminista reconocida, preside. En esa ocasión escribió en el periódico Le Monde: La historia antigua y la reciente parecen haber preparado la vitalidad combativa de esa “mitad del cielo” que es el “segundo sexo” en China. En la actualidad, son cada vez más las mujeres que no se conforman con participar del auge del gigante emergente ni con protestar por ser marginadas. Ellas ya no se dejan intimidar y son cada vez más las que defienden e impulsan los derechos femeninos. La cuestión es que China es un lugar y una metáfora proliferante y recurrente en los textos de Kristeva y también en sus preocupaciones políticas.
Por primera vez en Buenos Aires, en la conferencia que dio en el Programa Lectura Mundi de la Universidad de San Martín (auspiciado por la Secretaría de Cultura de Presidencia de la Nación, la Biblioteca Nacional y la Universidad Diderot-Paris 7), habló de la China a partir de la riqueza de su lengua tonal: se trata, dijo, de un idioma que conserva los tonos (alto, bajo, en descenso y en ascenso) como distinciones fundamentales en el habla cotidiana. “Como si esa lengua tuviese una capacidad de relación sensible con las palabras.” En la mayoría de las lenguas, en cambio, esos tonos sólo están en el habla de los bebés, en los primeros años, pero luego son aplanados, regularizados. La lengua china permite escuchar la “intensa profundidad de las palabras”, dijo Kristeva. Y esa intensidad es su “coraza semiótica”, la que resguarda la experiencia inicial de la lengua materna como grado cero del lenguaje, como travesía amorosa.
La China, como nombre capaz de atesorar la infancia en una lengua vibrátil, se vuelve imagen dilecta, metáfora preciosa, para el psicoanálisis. Que sería para Kristeva casi un ardid para dar la palabra, para hacer literatura. O una práctica de transvaloración de la religión y sus propuestas de consuelo, en una clínica que se convierte en experiencia narrativa. Será por eso que cuando se presenta rehúsa encuadrarse en las capillas del psicoanálisis y pronuncia la palabra “écrivain” (escritora) con tanta seguridad que se le afilan los pómulos y se le agrandan los ojos (bañándola de un aire lispectoriano).
La China, casi como madre de las filosofías, es también espacio generoso para pensar lo materno. Dirá Kristeva: “La civilización china –en el taoísmo– define lo materno como el movimiento mismo, la corriente, la ‘vía’, ella también ‘sin nombre’, anterior a todas las entidades y a todas las relaciones, un ‘proceso de emergencia’ en el seno del cuerpo propio”. La caligrafía china, sus sabrosos ideogramas, son un intento de infiltrar, dice Kristeva, el erotismo materno “en el tejido cultural”.

PASION MATERNAL

Si en la melodía de la lengua tiembla la infancia y en ella se cifran las palabras “ondulantes”, cargadas de afecto, la lengua materna es mucho más que un relato de origen. Kristeva, búlgara de nacimiento, fue enviada por su madre desde pequeña a un jardín de infantes francés. Cuando llegó a París, a los 18 años, se sintió morir en el búlgaro para escribir y teorizar en francés. Sin embargo, la experiencia materna le permitió confrontar simbólicamente y teorizar el pasaje de una lengua a otra: “La maternidad es un renacer permanente porque nos ubica en el lugar de acompañar la fragilidad de lo humano”, señala. En este punto, la maternidad es un espacio filosófico privilegiado, sólo que hoy, dice Kristeva, “le falta una filosofía”: “Somos la única civilización, como laicos, que no la piensa filosóficamente”. Por eso, la “pasión maternal” es un desafío para los feminismos.
Al respecto acaba de escribir el guión de un film de 11 minutos y medio, realizado por G. K. Galabov, que fue su presentación en el Congreso de Psicoanalistas de la lengua francesa, en París, en junio pasado. El film se llama Reliance. O del erotismo materno (puede verse en www.kristeva.fr) y en él pasan imágenes de parto, de ecografías, de la propia Kristeva con su hijo, de representaciones pictóricas religiosas cristianas y antiguas, caligrafías chinas, la Sara de la tradición judía, y otra sucesión de dibujos y fotos y videos mientras Kristeva lee su texto. “Reliance”, como explica la autora en esta entrevista con Las 12, refiere al lazo de confianza, de entrega y devolución, que sustenta el vínculo materno y que funda una ética herética: “Si una ética no consiste en evitar la embarazosa e inevitable problemática de la ley, sino en darle cuerpos, lenguaje y goce, entonces esa ética es una herética”.

¿Qué significa esta preocupación por la maternidad?

–El feminismo de la época de Simone de Beauvoir fue una gran conquista, aun si no se realizó completamente, e intentó liberar a las mujeres de la esclavitud de la maternidad. Sabemos bien lo que esto quiere decir porque existe un combate en América latina, y en Argentina en particular, en nuestros días: me refiero a la posibilidad de decidir sobre el propio cuerpo, de tener derechos sobre el vientre, es decir, el derecho al aborto. Sin esa libertad, todos los otros derechos de igualdad económica, social, jurídica y política no son posibles. Entonces, cuando decimos que estamos a favor de rehabilitar la maternidad, esto no quiere decir que no haga falta luchar por el aborto. Una vez que el derecho al aborto está logrado, las mujeres eligen tener o no tener hijos. Lo primero que quiero decir entonces es que soy solidaria con las feministas argentinas que luchan por conquistar el derecho al aborto. A partir de ahí, muchas feministas han sentido la necesidad de desarrollar cada vez más la experiencia de la maternidad.

¿De que manera?

–Tanto en Francia como en Estados Unidos, de manera no siempre satisfactoria, se desarrollan teorías nuevas sobre la maternidad. Yo lo que trato de pensar es la experiencia misma de la maternidad, lo que concierne a la pasión maternal. Creo que se trata de una experiencia compleja, donde hay mucha violencia. En primer lugar, una expulsión de una parte de una y la intrusión de la vida de un nuevo ser al que hay que dedicarse. Muchas mujeres frente a esa experiencia cotidiana se sienten muy deprimidas y acompañan la maternidad con mucha agresión hacia el niño y hacia ellas mismas. También suele darse una posesión sobre el niño, proyectándole ambiciones que anteriormente tenían sobre ellas mismas. Es importante subrayar el costado pasional-destructivo de la maternidad para poder desarrollar el rol civilizatorio de la maternidad.

¿Cómo lo entiende?

–Consiste desde ya en transmitir el lenguaje, pero también en crear el vínculo social como vínculo amoroso, que es el vínculo primero de la madre con el niño. Cuando podemos atravesar esta violencia primera, el de madre-hijo es el vínculo amoroso por excelencia, que es mucho más claro y puro que la relación entre hombre y mujer. Nosotros, los de la secularización laica, somos la única civilización que no tiene un discurso sobre esta experiencia de la maternidad. Creemos saber lo que es la madre judía, creemos saber lo que es la madre cristiana representada en la Virgen María, lo cual no significa que lo sepamos, pero no hay código moral ni reglas de comportamiento para la madre laica. Y en la medida que la mujer está sola, porque la pareja no está o tiene menos tiempo o es madre soltera, es absolutamente necesario que en el mundo moderno se desarrolle un acompañamiento para las madres.

¿Qué sería una filosofía de la maternidad?

–En el último coloquio que realizamos para las y los psicoanalistas de lengua francesa, intenté desarrollar el lazo madre-hijo a partir de la noción de reliance, “religar” en francés, que es también el término inglés reliance, que implica la confianza, esperar una ayuda y retornarla. Es una ética que no es exactamente la del vínculo religioso –que viene del término religare– que es un vínculo con el padre, ligado a la ley, a la obligación, al pacto social. El sustrato más arcaico, afectivo, del vínculo se puede comprender concretamente a partir de la relación de la madre con el niño. Muchas mujeres, sobre todo jóvenes, que les falta ese apoyo se vuelcan a buscarlo en la religión.

Además, usted habla de la necesidad de espacios de maternidad simbólica...

–El momento actual de superpoblación mundial va a poner en marcha en algún momento una política de regulación de los nacimientos, lo cual afectará sobre todo a la población femenina, porque se buscará restringir su potencia generatriz. Es muy importante preservar la experiencia simbólica maternal, reconduciendo esa capacidad de confianza, de educación, de lenguaje, de acompañamiento femenino a otros espacios. Esto es lo que llamo maternidad simbólica. Es un doble movimiento: ayudar a las madres, sobre todo las madres de los barrios y a las más jóvenes, y por otro, desarrollar espacios de solidaridad y cuidados que den lugar a la maternidad simbólica.

LA REVUELTA

“Mi convicción profunda es que lo femenino y lo maternal tiene toda su originalidad por fuera del poder”, ha declarado. Será por eso que “revuelta” es una de las palabras clave del multiverso kristeviano. A ella le ha dedicado buena parte de su pensamiento, para hacerla transitar entre “el microcosmos de lo íntimo” y “la plaza pública”. Entusiasta con el movimiento estudiantil chileno, dice haber visto entre los jóvenes –además de sus libros– una curiosidad política en ebullición. Y es que puede decirse que a Kristeva le interesan esos “estados de gracia” que pueden producirse en la política, en el análisis, o en el espacio de goce que abre la literatura. De lo que se trata es de ir en busca del tiempo perdido y esa investigación proustiana, dice, es simultáneamente “búsqueda de la infancia y de la dimensión sensual del presente”. Son esos estados de deleite los que batallan contra lo que llama “las enfermedades del alma” actuales.
Kristeva estuvo hace unos meses con el papa Benedicto XVI. Fue una de las cuatro no creyentes invitadas a hablar en la ciudad de Asís, en la basílica de Santa María de los Angeles. Se ríe de que el diario francés Libération festejó que haya hablado de Freud y del Marqués de Sade frente a la máxima autoridad del cristianismo. En todo caso, la preocupación de Kristeva es por la “constante antropológica pre-religiosa”, que consiste en esa “increíble necesidad de creer” y, sobre todo, en cómo volverla deseo de conocer.

LO FEMENINO Y LO SAGRADO

En un bello libro de intercambio epistolar y de teorización conversacional con la filósofa y feminista francesa Catherine Clément, Kristeva dice sentir haber acertado una intuición: “que existen otras lógicas, si no más profundas, al menos heterogéneas a la superficie política y policial de la comunicación racional y racionalista”. Se trata de “lógicas del inconsciente, ritmos y polifonías de la música subyacente a la palabra y a la palabrería: un infrasentido, al igual que hay infrasonidos”. Es esa otra comunicación, porosa, la que abre una vía a lo sagrado como experiencia femenina, atea sin dejar de ser creyente, capaz de alojar memorias que invaden y que producen psicosis o éxtasis, “según la época, la suerte y las pocas posibilidades de las que disponen los humanos para crear”.
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Musica y Psicoanalisis

PSICOLOGIA › MUSICA Y PSICOANALISIS

Madre de toda melodía

La aptitud del ser humano para ser afectado por la música nace en esos primeros meses en que “las caricias y la voz son parte del mismo ‘baño sonoro’”, advierte el autor de esta nota, y sostiene que “esta relación germinal es lo que diferencia la música de las otras artes y explica sus efectos”.
 Por Guido A. Idiart *
Múltiples investigaciones concuerdan en que el aparato auditivo comienza a desarrollarse tempranamente, a diferencia del aparato visual, que termina de desarrollarse meses después del nacimiento (Gabriel Federico, El embarazo musical, ed. Kier, 2002). A los tres meses de gestación, el feto ya puede percibir los sonidos intrauterinos y a partir de los cuatro meses los sonidos externos. El oído se termina de formar a los siete meses de gestación y este hecho le da un valor fundamental, ya que los demás sentidos se terminan de desarrollar luego del nacimiento. Reconocer visualmente a la madre exige la integración de diversas percepciones que no están disponibles al nacer, no así el reconocimiento de la voz y los demás sonidos. La vista es uno de los últimos sentidos en desarrollarse.
En el medio intrauterino predominan los sonidos graves, el corazón de la madre marca un ritmo constante y su voz se destaca entre los demás sonidos por su registro agudo y su aparición intermitente. Mientras los sonidos intrauterinos podrían considerarse ruido, debido a su constancia y a su superposición caótica, la voz de la madre puede considerarse, ya en este temprano momento, como sonido: una diferencia que se destaca entre ese caos, una melodía más o menos determinada que aparece de a ratos y cuyo tono, más bien agudo, favorece su percepción, dadas las características físicas del temprano aparato auditivo. Esto explica el hecho probado de que el bebé recién nacido prefiera la voz humana, en especial la de su madre, a otros sonidos del medio: gira su cabeza al escucharla, se tranquiliza.
El sonido afecta directamente al cuerpo. Todo órgano vibra y responde a vibraciones del medio y esto es percibido. La escucha se mezcla con las propias percepciones en una experiencia que involucra al cuerpo entero ya desde la gestación. Existen estudios que demuestran los efectos de la música en el organismo: cambios en las frecuencias cardíaca y respiratoria, cambio en el tono muscular y de las frecuencias cerebrales, en las respuestas galvánicas de la piel, en la movilidad gástrica e intestinal, en los reflejos pilomotores y pupilares, y muchos más.
Es un hecho comprobado que la prematuración del cachorro humano lo vuelve dependiente de los cuidados maternos. La madre introduce al niño en el lenguaje, le demanda que hable. En esa relación cuerpo a cuerpo, las caricias y la voz son parte del mismo “baño sonoro”, como lo denominan algunos musicoterapeutas y que nos suena a lo que Didier Anzieu (Yo-piel, Biblioteca Nueva, 1974) denomina “envoltura sonora”.
Arminda Aberastury (“La voz como música en la temprana comunicación madre e hijo”, en Revista de Musicoterapia, Nº 1, 1972) coincide en ubicar el nacimiento de la música y el lenguaje hablado en los juegos verbales entre el bebé y la madre, e insiste en marcar que el objetivo de esos juegos no es la comunicación de ningún sentido, sino formas de reparación de la ansiedad ante la pérdida del objeto. Cita a Schiller cuando define el efecto de la música como la unión del niño con su madre. La madre le habla al niño después y antes de su nacimiento, y puede verificarse que le habla de una manera especial: con una voz a veces aniñada, con ritmos lentos y grandes pausas como a la espera de la respuesta. Entonando al final de las frases, con un vocabulario simple y restringido, a veces jugando con puras onomatopeyas, sincronizando el ritmo de sus palabras con caricias o incluso haciendo de ventrílocuo de su hijo, imaginando el sonido de su voz, nombrando partes del cuerpo, y sobre todo, demandando reconocimiento, como en el clásico “decí ma-má”. Las repeticiones, ecos, son una constante, tanto de lo que la madre dice como de los sonidos que el niño pueda generar. Los sonidos del mundo son interpretados e introducidos en forma verbal por la madre.
Toda lengua es lengua materna e implica siempre un cuerpo gozante: antes de que las palabras y sus significados entren en juego de función conjunta, hay un juego musical con el lenguaje, un juego de goce entre la madre y el niño, al ritmo de las canciones de cuna y de caricias. Esa voz que envuelve y que se fusiona con el cuerpo deberá ir discriminándose y separándose para dar lugar a la palabra; entonces el discurso hablado cobrará entidad propia y su relación con el cuerpo quedará escondida detrás de las demandas puramente verbales.

“aeiouoieaeiouoiea”

La música es un sistema simbólico que puede pensarse como un discurso, un sistema cuyos elementos significantes son los sonidos, ordenado en función de ciertas convenciones. Pero se trata de un discurso diferente al discurso hablado; su sentido es otro que el significado. Podemos afirmar que la música y el lenguaje hablado nacen juntos y, gracias a la primacía del oído, su reino de origen es lo que Lacan (Seminario 20) denominó lalengua. El neologismo une el artículo “la” con el sustantivo “lengua” [langue] y contiene el concepto de laleo o lalación, acuñado por el lingüista ruso Roman Jakobson. El laleo es un período, previo a la adquisición del lenguaje, en el que el niño juega con los sonidos, con diversas sílabas que formarán parte del discurso. La adquisición del lenguaje requerirá la puesta en función de diversas extracciones: la introducción del silencio entre vocales se realizará mediante una serie de sonidos, las llamadas consonantes. Estas introducen cortes en el devenir de las vocales, que podrían sucederse al infinito sin detención alguna. Para comprobarlo, hágase el ejercicio de decir o cantar una vocal y, sin dejar de hacerlo, pasar por las otras cuatro al estilo de “aeiouoieaeiouoiea”: las consonantes establecen cortes en esa continuidad, cierran la boca o interponen la lengua o hacen jugar al paladar, estableciendo diferencias, permitiendo la construcción de un sistema significante a base de cortes (ejemplo: “ma me mi mo mu mo mi me ma”).
El laleo ya implica la puesta en juego de una extracción que permita la formación de una sílaba. La entrada del niño al lenguaje es a través de la relación de la madre con su lalengua, y es en clave de goce como el niño comienza a jugar con esos elementos sonoros que más tarde conformarán su idioma. Este juego compromete al cuerpo en relación con su boca, paladar, lengua y demás elementos del aparato fonador.
Desde una perspectiva psicofisiológica, Juan C. Roederer (Acústica y psicoacústica de la música, ed. Ricordi Americana, 1997) plantea algo similar: “¿Por qué respondemos emocionalmente a mensajes musicales complejos que no parecen contener ninguna información esencial para la supervivencia? El hecho de que la mayoría de nosotros lo hagamos –con frecuencia sin poseer ninguna preparación especial– indica que el cerebro humano está instintivamente motivado a entretenerse con operaciones de procesamiento sonoro aun cuando dicha actividad no sea requerida por las circunstancias ambientales del momento. Esta motivación bien puede ser el resultado de una tendencia innata a entrenarse desde muy corta edad en las altamente sofisticadas operaciones de análisis auditivo necesarias para la percepción del habla”.
La música, al prescindir del significado, al no incurrir en el malentendido de la comunicación verbal, muestra en carne viva su relación con lalengua. Es esta relación germinal lo que diferencia la música de las otras artes y explica sus efectos. La música compromete al ser hablante en tanto eco de lalengua, lo afecta. Prueba de esto es el acto del baile, en su concepción más esencial como cuerpo afectado por el sonido musical.
* Licenciado en psicología. Psicoanalista y compositor. Coordinador del Equipo de Docencia en Investigación en el hospital de día del Hospital Alvarez. Texto extractado del trabajo “La música como discurso sin palabras y sus consecuencias en la clínica de las psicosis”, incluido en Esto lo estoy tocando mañana. Música y psicoanálisis, por Pablo Fridman (comp.), de reciente aparición (ed. Grama).
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Descubrimientos cientificos


SÁBADO, 3 DE DICIEMBRE DE 2011
LOS DESCUBRIMIENTOS QUE SE REALIZAN POR “CASUALIDAD”

Serendipias

 Por Pablo Capanna
En 1938, el químico Roy J. Plunkett trabajaba en los laboratorios Du Pont, empeñado en obtener nuevas sustancias refrigerantes a partir del freón. Estaba realizando pruebas con tetrafluoroetileno (TFE) gaseoso, cuando su ayudante le advirtió que el gas había dejado de fluir hacia la cámara de ensayo, pero había dejado un sedimento blanco en el fondo de los cilindros donde se almacenaba. Al parecer, la sustancia había polimerizado espontáneamente. El polvo resultó ser una sustancia inerte ante todos los solventes y ácidos de que disponía el laboratorio. Plunkett acababa de inventar (¿o descubrir?) el Teflón (TFE). Du Pont se apresuró a patentarlo y puso en marcha un gran negocio.
A comienzos de los años ’40, Georges de Mestral, un ingeniero suizo entonces muy joven, tenía la costumbre de hacer largas caminatas por el bosque en compañía de su perro. El único inconveniente era que después del paseo tenía que perder un buen rato desprendiendo del pelo del animal y de su propia ropa las hojas de una maleza similar a esa que aquí conocemos como “abrojo”. De Mestral observó la planta al microscopio y vio que las hojas terminaban en formas ganchudas que les permitían aferrarse al tejido y al pelo. Se le ocurrió que con ese principio podían fabricarse cierres para la ropa. Le llevó ocho años desarrollar la idea, pero en cuanto pudo disponer de un material como el nylon, produjo dos tiras, una con bucles y otra con ganchos, que se unían de manera bastante resistente. Había creado el cierre Velcro, que aún puede verse en muchas de nuestras prendas.
El adhesivo que los químicos conocen como cianoacrilato, y al que familiarmente llamamos “la gotita”, fue descubierto dos veces por la misma persona: el Dr. Harry Coover. La primera vez fue durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Coover estaba tratando de desarrollar un plástico ópticamente claro para la mira de las ametralladoras, y la segunda –nueve años más tarde–, cuando buscaba un polímero resistente al calor para poner en las ventanillas de los jets. En ambos casos, el producto resultó excesivamente pegajoso, y las dos veces le arruinó un par de costosos anteojos. La primera vez apenas hizo renegar a Coover, pero cuando le volvió a pasar se le ocurrió que eso podía comercializarse como adhesivo. Para 1958 apareció en el mercado, y sigue estando.
Dos productos adhesivos más uno que no tolera las adherencias podrían dar lugar a un chiste fácil sobre gente que “la pegó” casi sin proponérselo. En los tres casos se trata de descubrimientos con valiosas aplicaciones comerciales, que aparentemente nacieron del azar.
Casos como éstos pertenecen a toda una familia de “inventos” o “descubrimientos” que se explican más por una afortunada casualidad, que por la rigurosa aplicación de un método o tan siquiera una búsqueda sistemática de resultados.
A la misma familia de hallazgos inesperados pertenecen muchas otras tecnologías, entre las cuales podemos mencionar la goma vulcanizada, los vidrios de seguridad, el celuloide, el celofán y el neoprene. Hasta la dinamita, que hizo sentirse culpable a Alfred Nobel tras la muerte accidental de su hermano, y lo indujo a crear los famosos premios.
Descubrimientos como éstos también es posible encontrarlos en el campo de las ciencias de la salud. El más conocido debe ser el descubrimiento de la penicilina que hizo Fleming, cuando se puso a analizar un cultivo que había enmohecido. Con eso abrió la puerta a los antibióticos, que salvaron millones de vidas. Pero el LSD-25, que contribuyó a arruinar muchas otras vidas cuando puso en marcha la carrera de las drogas, también nació de un descubrimiento fortuito del químico Hoffmann.
El uso de la aspirina como anticoagulante y el empleo de la quinina para combatir la malaria se debieron a golpes de suerte. El mismo origen tuvieron la insulina, el Papanicolau, los rayos X y hasta esos pilares del erotismo posmoderno que son el Viagra y el bótox.
A primera vista, hallazgos como éstos escapan a cualquier racionalidad que no sea la de las probabilidades. Parecerían equivaler a esos golpes de suerte que ocurren en los juegos de azar. Así como hay gente que acierta a la ruleta o la lotería, hay otros que sin proponérselo descubren nuevos materiales y medicamentos salvadores o hacen avances significativos en la ciencia básica.
Para este tipo de circunstancias se ha propuesto el pintoresco nombre de “serendipias”. Pero no todos los que lo usan están de acuerdo en cuanto al alcance que se le pueda dar al concepto, según las distintas epistemologías.

LOS PRINCIPES DETECTIVES

En los mapas antiguos, donde China era Catay y Japón se llamaba Cipango, Serendip era el nombre de esa isla que luego se llamaría Ceilán y hoy conocemos como Sri Lanka.
Un cuento tradicional persa, conocido en Europa desde el siglo XVI, narraba la historia de tres príncipes de Serendip a quienes su padre, el rey de la isla, había enviado a Irán en misión comercial.
Los tres serendipitanos eran tipos de suerte. Una suerte tan increíble que les permitía salir airosos de todos los problemas, porque las soluciones se les aparecían sin que las buscaran.
Un día que se propusieron ayudar a un hombre que había perdido un camello, fueron capaces de dar tantos datos sobre el animal que el campesino pensó que ellos eran quienes lo habían robado y los hizo meter presos. Sin haberlo visto nunca, sabían que era tuerto y cojo, que le faltaba un diente y que lo conducía una mujer embarazada.
No sé cuál fue la intención que tuvo el autor de la historia, pero cualquiera diría que los tres príncipes no eran tipos suertudos sino grandes detectives: ¡podían haber sido los antepasados de Sherlock Holmes! Analizando los pocos indicios con que contaban, inducían (o deducían, como hubiera dicho el doctor Watson) que el camello, por ejemplo, era ciego de un ojo porque había comido el pasto de un solo lado del camino.
Nada de eso es suerte. Por el contrario, se diría que es el producto de la observación y del método. Pero por esas vueltas de la literatura, los tres príncipes de Serendip quedaron como unos afortunados jugadores y nunca se volvió a hablar de ellos.
El primero que usó la palabra serendipity en el sentido de “casualidad afortunada” fue el escritor Horace Walpole, en una carta donde le contaba a un amigo que había encontrado, en el lugar menos pensado, un grabado que andaba buscando desde hacía tiempo.
Un siglo más tarde, el sociólogo Robert K. Merton descubrió la palabra por casualidad en el diccionario de Oxford y la adoptó desde entonces para designar a los descubrimientos fortuitos de la ciencia.

GOLPES DE SUERTE

Llevando las cosas un poco más lejos, recordemos que cuando Kekulé soñó con una serpiente que se mordía la cola y formaba un anillo, al despertar se le ocurrió que así podía representarse la fórmula del benceno, con el cual le hizo dar un gran paso a la química orgánica. ¿Es legítimo afirmar que la química de los hidrocarburos nació de un sueño, o más bien habrá que decir que el sueño fue la circunstancia que permitió culminar un razonamiento?
Del mismo modo, el día en que Arquímedes salió corriendo de los baños públicos de Siracusa gritando “¡Eureka!” porque había descubierto el principio hidrostático, había tenido la suerte de descubrir una ley natural. Pero, al igual que en el caso anterior, subsiste la duda.
Con estos casos pasamos al terreno de la ciencia básica, donde también las serendipias desempeñan un papel digno de ser tenido en cuenta. Autores como Merton, el fundador de la sociología de la ciencia, o Mario Bunge, que les dedicó el libro Intuición y ciencia (1962), se ocuparon de ellas, como un caso límite de la metodología.
Nadie niega que haya científicos con más “suerte” que otros, a quienes alguna vez el azar pudo favorecer con una ocasión propicia para el descubrimiento. Pero no todo queda ahí.
Los antiguos llamaban “Kairós” a la ocasión, y la pintaban con un solo mechón de pelo. Había que agarrarla cuando pasaba corriendo al lado de uno, porque ya no volvía a pasar. Las serendipias son ocasiones irrepetibles, pero no nos brindan el conocimiento en bandeja y listo para consumir. Dependen de la presencia de una mente alerta y con cierto entrenamiento, que no sólo las perciba sino que sepa sacarles provecho. Por eso, Pasteur decía que “el azar sólo favorece a una mente preparada”, esa que es capaz de observar cosas que la mayoría de nosotros pasaríamos por alto. Y la cosa más difícil de ver puede ser la que tenemos ante los ojos.
A veces, lo que parece ser un golpe de suerte es la conclusión de un laborioso razonamiento, que sigue su curso en segundo plano mientras estamos haciendo otra cosa. Arquímedes no gritó porque hubiera descubierto el enunciado del principio hidrostático escrito en el fondo de la piscina. Hacía días que venía preocupado por saber si los orfebres habían puesto oro genuino o una aleación en la corona del rey Hierón. Cuando vio que al sumergirse su cuerpo desplazaba una masa de líquido (algo que por cierto nadie habría dejado de observar), “vio” la solución. Fue como si se hubiera cerrado un circuito que vinculaba cosas aparentemente distintas.
En estos casos, como el de los rayos X, no se trata de auténticas serendipias. Tampoco lo son esas “casualidades” literarias de las que tanto se habla cuando aparece alguna novela que anticipó el hundimiento del Titanic o el atentado a las Torres Gemelas. Aquí estamos ante otro tipo de coincidencias, que merecen otro tratamiento.
De hecho, todos se pinchan con los abrojos, pero sólo uno inventó el Velcro. Cualquier laboratorista responsable se deshace de los cultivos que se han puesto verdes de moho, pero Fleming descubrió la penicilina. Silvio Rodríguez soñaba con serpientes, pero Kekulé encontró la fórmula del benceno. Si aplicamos esto al campo de la cocina, que no deja de tener su tecnología, diríamos que la fórmula para hacer dulce de leche fue una serendipia, pero el revuelto Gramajo fue fruto de un cálculo de insumos y productos.
Cuando introdujo el concepto de “serendipia”, Merton se proponía complementar al método hipotético-deductivo para dejarle algún margen a la variedad de experiencias posibles.
Los cursos que ha seguido la investigación a lo largo de su historia no han sido siempre lineales. Las metodologías sirven para ordenar la búsqueda, ahorrar tiempo, garantizar la objetividad y evitar caer en ilusiones, pero no es todo.
El sueño baconiano o positivista de un método perfecto tiene una limitación esencial: si existiera algo así, bastaría con seguirlo fielmente para producir avances significativos del conocimiento, sin necesidad de talento alguno.
A veces, los proyectos demasiado específicos producen escasos resultados, porque no permiten que la mente se mantenga abierta a lo imprevisto. Como observaba Arthur Kornberg, Nobel de Medicina, la investigación se parece más al pool que al billar. Por eso recomendaba dar a los investigadores una sólida formación en ciencia básica, entendiendo que los avances más importantes a veces habían venido de la curiosidad en torno de cuestiones fundamentales de física, química o biología.
En esas circunstancias, el azar es bienvenido; siempre que se le presente a alguien capaz de aprovechar la ocasión, que por algo la pintan calva.

Paradigmas


Los paradigmas que ya no son

 Por Rodolfo Gaeta *
Algunas palabras tienen una curiosa historia. En sus cautivantes Lecciones Preliminares de filosofía, Manuel García Morente refiere cómo el término “trascendental” –un complejo concepto filosófico vinculado con la teoría del conocimiento de Kant– llegó a ser sinónimo de “muy importante” en la lengua castellana. Cuenta el autor que en la España de fines del siglo XIX algunos oradores familiarizados con el pensamiento de Kant y partidarios del gobierno republicano empleaban la palabra “trascendental”, entendida en su genuino sentido; pero cuando otros políticos, carentes de formación filosófica, trataban de imitarlos, y dado que esa palabra suena importante, comenzaron a utilizarla, precisamente, como un adjetivo que denotaba importancia. En virtud de ese malentendido, el vocablo adquirió un significado completamente apartado del original. Confieso que nunca pude imaginarme de qué manera una palabra tan técnica como “trascendental” encontró alguna vez lugar apropiado en un discurso político, pero de todos modos, a falta de otra explicación, doy por cierta la narración.

El paradigma

Análogos fenómenos ocurren en nuestra época. Un caso muy destacado, sin duda, es el que ha protagonizado el término “paradigma”. Lo pronuncian los intelectuales, los políticos, los redactores de anuncios publicitarios, los periodistas deportivos, en fin, muchos usuarios de diferentes idiomas. Cualquier cambio que se quiera destacar, aunque se trate del formato de un asiento de bicicleta, se presenta como “un cambio de paradigma”. El tema merece algunas reflexiones, sobre todo porque –en contraste con lo acontecido con la palabra “trascendental”, por ejemplo– las confusiones en torno al concepto de paradigma aparecen por doquier y son frecuentes incluso en el ambiente académico.
La etimología nos remonta a la antigua lengua griega, en cuyo ámbito “paradigma” significaba “ejemplo, modelo”. Adquirió más tarde un sentido técnico en la lingüística, un modo de referirse a expresiones que ilustran el uso de un conjunto de componentes del lenguaje. Así, por caso, el verbo “amar” es el paradigma de la primera conjugación en castellano.
Thomas S. Kuhn, el autor que echó a rodar el término, sugiere que se inspiró en este último sentido cuando eligió la palabra “paradigma” como instrumento para analizar el desarrollo de las ciencias. Aquí la historia del término se entrecruza con los avatares de la vida de Kuhn. Poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial, mientras estudiaba física, se le pidió que les diera un curso de historia de la ciencia a los estudiantes de humanidades. En esas circunstancias, vivió dos experiencias que encaminaron su concepción acerca de la ciencia. Una de ellas fue la dificultad que encontró en un principio para comprender cómo mentes de la talla de Aristóteles pudieron adoptar creencias que en la actualidad parecen completamente inverosímiles. La otra fue el contraste entre el comportamiento habitual de quienes investigan los fenómenos naturales, por un lado, y los científicos sociales, por el otro. Los primeros comparten, durante períodos a veces muy dilatados que Kuhn denominará “etapas de ciencia normal”, un determinado vocabulario y una serie de creencias, valores y métodos propios de su disciplina, de manera que sólo se ocupan de resolver problemas acotados; en algunas ocasiones, sin embargo esta posibilidad de crecimiento acumulativo parece agotarse y surgen condiciones propicias para que se produzca una revolución, una reacomodación radical del lenguaje y demás ingredientes de esa rama del conocimiento que iniciará un nuevo ciclo de ciencia normal. Los científicos sociales, en cambio, carecen de tales elementos unificadores, sus comunidades se hallan fragmentadas, envueltas en permanentes desacuerdos de todo tipo. Se encuentran aún, diría Kuhn, en una etapa precientífica.
Kuhn se convenció de que había hecho un importante descubrimiento. En su opinión, la tradicional creencia de que el conocimiento científico es el resultado de la aplicación de métodos fundados en el razonamiento y las observaciones no se ajusta a la historia de la ciencia. La continuidad de las hipótesis ptolemaicas o la adopción de la propuesta copernicana, por ejemplo, no podía resolverse apelando solamente a las observaciones o la lógica. Se requería, fundamentalmente, la elección de un punto de vista y la exclusión de otro. Los copernicanos percibían un mundo diferente del que veían los partidarios de Ptolomeo, del mismo modo que en un dibujo ambiguo una persona reconoce inmediatamente la figura de un pato mientras otra percibe la de un conejo. Los ptolemaicos han aprendido a examinar el cielo y resolver las cuestiones astronómicas bajo el supuesto de que la Tierra permanece estática. Y abandonar esa manera de proceder para adoptar la posición contraria exige una conversión mental. Asimismo, a fin de sortear la dificultad que Kuhn debió enfrentar, el historiador de la ciencia debe poder experimentar una especie de conversión retrógrada para poder ver el mundo con ojos aristotélicos. Estos procesos son el resultado de la acción de una constelación de factores que influyen en el surgimiento, la difusión, la persistencia y, tarde o temprano, el reemplazo de un enfoque determinado. Y Kuhn necesitaba darle un nombre que no estuviera asociado a la doctrina de ningún otro filósofo de la ciencia. Se inclinó por otorgar un nuevo significado a la palabra “paradigma”. Así, pues, una disciplina se constituye como ciencia a partir del momento en que una comunidad de expertos comienza a regirse por un paradigma, gracias al común reconocimiento de cierto logro; por ejemplo, una teoría que permite explicar adecuadamente los fenómenos celestes. La nueva acepción del término vio la luz en La estructura de las revoluciones científicas, de cuya aparición se cumplen 50 años. Kuhn sostenía que los paradigmas son incompatibles e inconmensurables entre sí: no hay un lenguaje común que posibilite la completa comunicación entre científicos partidarios de distintos paradigmas, ni posibles experiencias o argumentos que permitan resolver sus diferencias.

Las revoluciones

El destino de aquella obra ha sido, por cierto, bastante singular y en muchos aspectos no menos paradójico. En primer lugar, contra lo que cabría esperar de un libro que supuestamente iba a herir de muerte a la filosofía de la ciencia vigente, mereció consideración inicial porque fue publicado en la colección de la Enciclopedia de la Ciencia Unificada, el órgano de difusión creado por los miembros del Círculo de Viena, y gracias a la recomendación de Rudolf Carnap, uno de los más consecuentes representantes del empirismo lógico. Esta circunstancia revela no solamente la honestidad intelectual y la apertura de los editores sino también una clave para valorar las contribuciones de Kuhn. Creo que, contrariamente a las expectativas del propio autor, algunos destacados empiristas no encontraban en ellas la ruina de su tradicional programa sino, en todo caso, una apreciable complementación de los análisis que habían emprendido. La posterior evolución del pensamiento de Kuhn, así como la reciente revalorización de los aportes de los filósofos prekuhnianos, indican que las diferencias entre Kuhn y sus predecesores es menos espectacular que la apariencia. Baste recordar que las tesis de la carga teórica de la observación, el papel de la teoría en la recolección de datos o los componentes convencionales de la ciencia, presentadas a menudo como la refutación del empirismo, no fueron introducidas ni por Kuhn, ni por Hanson ni por ninguno de los exponentes de la “nueva filosofía de la ciencia”. Aparecen ya en las obras de Bacon, de Comte, y sobre todo en las de Mach, Carnap y Popper, entre otros.
Pero si algunos autores pasaron por alto la falta de rigor de Kuhn y hasta toleraron manifiestas contradicciones –como la de afirmar y después negar que los científicos que trabajan en diferentes paradigmas viven en mundos distintos– otros lo rechazaron. Una de las dificultades surgía a propósito del significado del término “paradigma”. Margaret Masterman encontró en sus páginas al menos veintiún sentidos diferentes de ese vocablo. Otro concepto sumamente problemático era el de la inconmensurabilidad. No se entendía cómo los científicos que han sido formados dentro de un mismo paradigma, los galileanos y sus rivales, por ejemplo, pueden perder de pronto la capacidad de comunicarse entre sí. Menos comprensible y más paradójica aun era la posibilidad de que los historiadores y los filósofos de la ciencia lograran transponer las barreras de la inconmensurabilidad para examinar cualquier paradigma, por lejano que les resultara en un principio.
Las tesis de Kuhn debían enfrentar también otra clase de dificultades. Por un lado, la desvalorización de la razón y de la contrastación empírica, que ceden su lugar a factores históricos, psicológicos o sociales durante los episodios revolucionarios, equivale a defender una concepción extremadamente irracionalista de la ciencia, oscurecer la posibilidad de diferenciarla de otras actividades y abandonar la esperanza de que produzca un verdadero progreso. Por otro lado, si la tarea desarrollada a lo largo de los períodos de ciencia normal, es decir, durante la mayor parte del tiempo, está determinada por el paradigma reinante, la historia de la ciencia parece resumirse en una sucesión de decisiones arbitrarias intercaladas entre dilatadas etapas de profundo dogmatismo. Se entiende, entonces, por qué los que atribuían a la ciencia un esencial y permanente ejercicio de la crítica, como Popper, rechazaran el autoritarismo encarnado en la ciencia normal...
La respuesta de Kuhn consistió en negar que fuera irracionalista o subjetivista y para mostrarlo reelaboró sus argumentos. Esa tarea le insumió el resto de su vida. Pero murió sin llegar a finalizar el libro que prometía una versión definitiva de su doctrina. De todos modos, en las siguientes publicaciones introdujo cambios. Sostuvo que los distintos significados del término “paradigma” podrían reducirse a dos: en un sentido amplio, entendido como una matriz disciplinar compuesta por generalizaciones simbólicas (leyes o definiciones), modelos, valores y presuposiciones metafísicas; en un sentido más acotado, concebido como ejemplares, modelos de problemas y soluciones desprendidos de aquella matriz que guían a una comunidad científica durante los períodos de ciencia normal.

Los seguidores

Pero mientras Kuhn se esforzaba para responder a sus críticos, fue surgiendo una legión de simpatizantes que se entusiasmaron con las interpretaciones menos sensatas de su posición. Lo confirma el comentario de un colega vienés del autor de La estructura...: “Kuhn alienta a personas que no tienen idea de por qué una piedra cae al suelo a hablar con seguridad acerca del método científico”. Si el lector de estas líneas piensa que quien profirió semejante sentencia fue Popper o algún malhumorado y decrépito sobreviviente del Círculo de Viena, está equivocado. Las palabras pertenecen nada menos que a Paul Feyerabend, el enfant terrible de la filosofía de la ciencia.
En efecto, la deliberada informalidad del lenguaje de La estructura..., la amenidad del relato, la vaguedad de sus ideas y su simpática actitud iconoclasta atrajeron a un variado público que experimentaba la sensación de comprender por fin en qué consiste la tarea científica y, en muchos casos, daba rienda suelta a la oportunidad de sortear el incómodo respeto que la ciencia pretendía imponer. Solamente así se explica que un libro encuadrado en una disciplina hasta ese momento reservada para laboriosos eruditos se convirtiera en un best seller, traducido a dieciséis idiomas y con un millón de ejemplares vendidos. En terrenos cercanos a la actividad académica despertó simpatías que originaron dos tendencias.
Por un lado, el menoscabo del papel de la experiencia y el razonamiento en las decisiones científicas y la importancia que se atribuía a otros factores –los psicológicos y los sociales, por ejemplo– extremaron un enfoque que Kuhn parecía haber habilitado pero nunca desarrolló: disolver la filosofía de la ciencia en la sociología –el caso de Barnes y Bloor– o aun en la curiosa etnografía de la ciencia –el caso de Latour–. Pero los que celebran estos ensayos no parecen tener seriamente en cuenta una dificultad que amenaza desde siempre a los relativistas.
Si aceptar una teoría científica no depende de su plausibilidad ni del resultado de experimentos sino de las relaciones de fuerza y los intereses de los miembros de una comunidad científica, la validez de las hipótesis queda fuertemente comprometida. Mas esta conclusión se vuelve contra sí misma: porque la historia, la psicología y la sociología que la avalan serían tan poco confiables (si no menos) que las ciencias naturales y no habría ningún motivo para tomarlas por verdaderas. Peor que una victoria pírrica, esta forma de kuhnianismo desemboca en un colectivo suicidio intelectual.
Otra tendencia fue la creación de un nuevo deporte epistemológico: la caza de paradigmas. Animados por el impiadoso retrato que parecía desalojar las ciencias naturales del pretendido pedestal de la objetividad, quienes no estaban dispuestos a desaprovechar la oportunidad que les brindaba Kuhn dejaron de lado la idea de que las ciencias sociales poseen métodos completamente diferentes de los que usan las ciencias naturales y pasaron a sostener que ambos tipos de ciencia comparten las mismas características: se desenvuelven gracias a los paradigmas. Procuraron entonces identificar los paradigmas correspondientes a las ciencias sociales, a fin de igualarlas con las naturales. Sin embargo, esa empresa chocaba con un grave defecto de nacimiento, pues mientras en las ciencias naturales generalmente se encuentran creencias y métodos ampliamente compartidos por los investigadores de una disciplina, esto no sucede en las ciencias sociales. La solución que encontraron fue candorosamente sencilla. Postularon que en una disciplina social es usual que coexistan varios paradigmas. Así, por ejemplo, los marxistas, los keynesianos y la escuela de Chicago podrían desarrollar paradigmas simultáneos en la ciencia económica. Pero esto contradice irremediablemente las suposiciones de Kuhn y priva de legitimidad al uso del concepto de paradigma. En la situación típica, para que algo pueda funcionar como un paradigma, es necesario que haya derrotado a los demás competidores y monopolice las prácticas de la comunidad científica.
Así, al tiempo que se hacía más popular, Kuhn debía defender su concepción de la ciencia en varios frentes. Por un lado, responder las objeciones de los filósofos que no encontraban coherentes o satisfactorios sus análisis. Por otro lado, se veía obligado a alejarse del intento de convertir la filosofía de la ciencia en una rama de la sociología y de la tergiversación de sus ideas que hacía lugar a pretensiones tan insostenibles como la coexistencia de varios paradigmas en una misma disciplina. Declaró que no compartía en absoluto aquellos intentos porque nunca pretendió poner en duda la autoridad del conocimiento científico. Sus publicaciones evidencian una posición cada vez más moderada. Presentan las revoluciones científicas como el surgimiento de nuevas especialidades más que como episodios dramáticos. La inconmensurabilidad queda restringida a la incompatibilidad de algunos términos y no constituye una barrera infranqueable. Con razón John Horgan ha descripto a Kuhn como un “revolucionario renuente” mientras que Newton Smith lo comparó con los revolucionarios que luego se convierten en socialdemócratas.
A esta altura cabe preguntarse: ¿Y qué sucedió con los paradigmas? Kuhn reconoció que el término, como los personajes de Pirandello, se le había escapado de las manos. Y se había vaciado completamente de sentido. Entonces, renunció explícitamente a seguir utilizándolo. Aunque de vez en cuando cedía y, quizá con la nostalgia del hombre maduro que recuerda un perdido amor juvenil, volvía a recordar “lo que alguna vez llamé un paradigma”.
* Filósofo, profesor titular de Historia y de Filosofía de la ciencia (UBA).

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